lunes, octubre 25, 2004

Historias del Calcio. DESGRACIA GRANA

El Torino no ha ganado ninguno de sus últimos cuatro partidos y lleva 273 minutos sin marcar. Después de cinco victorias consecutivas en el arranque del campeonato y cuando parecía tener casi al alcance de la mano el sueño del retorno a Primera, el viejo Toro atraviesa una fase triste. Pero esto no es nada. El club más desgraciado de todos los tiempos ha sufrido cosas muchísimo peores. La tifosería grana sabe encajar cualquier adversidad.

¿Qué otra sociedad futbolística tiene un santuario como el de Superga? Ahí está el monumento a los muertos de 1949, un maravilloso grupo de jugadores desaparecido en un instante. El avión que devolvía al gran Torino de un amistoso en Lisboa -en el que a punto estuvo de viajar Kubala, recién huido del Este y en tratos para fichar por la que era la mejor formación del planeta- se extravió en la niebla cuando iba a aterrizar y se estrelló contra el monte Superga. No hubo supervivientes. Y se abrió un hueco en el corazón de Turín que en parte ocupó la Juventus, el club de la Fiat.

Mi amigo Lorenzo me recordó que hubo otro momento negro en la historia grana. Este mes se cumplen 37 años. Fue un 15 de octubre cuando voló Gigi Meroni, la mariposa grana. Pocos futbolistas fueron tan amados y criticados como Meroni, un tipo peculiar, irremediablemente libre. Quizá en su debut alguien recordó que el piloto del avión de Superga se llamaba también Meroni. Un Meroni rompió el alma del Toro y otro Meroni se la devolvió: con aquel tipo flaco en el extremo -le daba igual la derecha que la izquierda- los grana parecían destinados a recuperar la primacía turinesa.

Gigi Meroni pertenecía a la categoría de los Garrincha y los Best. Era un genio loco que regateaba tres veces al mismo contrario si pensaba que ese engorro resultaba estéticamente apropiado para un juego que sólo entendía él; que sorteaba de forma humillante al contrario y luego se paraba a consolarle -el insigne Dino Zoff recuerda una de esas ocasiones-; que escandalizaba a la pacata Italia de la época dejándose barba, viviendo amancebado con una chica polaca y pintando cuadros de cierto mérito. Medio país le adoraba y el otro medio le detestaba. Muchos le culparon de la derrota contra Corea en el Mundial de Inglaterra 66 pese a que no jugó. La Gazzetta dello Sport desencadenó una furiosa campaña contra Meroni.

Y, sin embargo, quienes le vieron jugar no le olvidan.

El 15 de octubre de 1967, al concluir un partido, Gigi Meroni fue atropellado por un joven de 18 años, tifoso del Toro, que acababa de sacarse el carnet. Después de llorar a Meroni, cuyo féretro fue expuesto en el centro del estadio, la afición fue a animar al conductor, hundido en una depresión espantosa. Aquel muchacho que mató a una mariposa de 24 años se llamaba Attilio Romero y es hoy presidente del Torino. ¿Cómo podría parecerle grave una simple racha sin goles?

Enric González es autor de Historias del Calcio

lunes, octubre 04, 2004

PENAS CON GRANDEZA EN NAPOLI

En Turín nadie sabía gran cosa de aquel tipo renegrido y cabezón que habían fichado los Agnelli. El Juventus de 1957 acababa de cerrar una temporada muy mediocre, con un noveno puesto, y el público exigía a la Fiat que reforzara el equipo. La sociedad automovilística de los Agnelli trajo a una estrella, John Charles, el gigantesco ariete galés llegado desde el Leeds United. Y a ese otro, argentino, a cuya presentación acudieron unos pocos. Esos pocos hicieron bien. El Cabezón salió al césped arrastrando los pies y con las medias caídas, vio las gradas semivacías, escuchó cuatro aplausos mal contados y decidió presentarse: se colocó el balón sobre el pie izquierdo y dio tres vueltas enteras al campo, corriendo y saludando, sin que el cuero tocara el suelo. Los diarios de Nápoles relataron la hazaña al día siguiente. Y desde ese día los napolitanos soñaron con tener para sí a ese genio irreverente y burlón que, como Garrincha, se paraba a esperar al contrario para hacerle otro túnel o para reírsele en la cara.
Omar Enrique Sivori, El Cabezón, era un tipo difícil de soportar. Pero el Nápoles le esperó hasta 1965, cuando, ya con un Balón de Oro bajo el brazo y en declive, llegó por fin al sur. Hacía falta. Como hacía falta, 18 años después, Diego Armando Maradona, otro cabezón genial y teatrero, hecho a medida para la ciudad más histriónica de Italia, que es como decir del mundo. Nápoles ama el espectáculo, los gestos solemnes, la risa, la burla. Por eso amaba al grandilocuente naviero Acquille Lauro, alcalde de la ciudad y propietario del club en los 50, que pagó al Atalanta 105 millones de liras, una barbaridad, por el sueco Hasse Jeppson, quizá sólo para permitirse una broma y presentarle a los suyos como "O Banco e Napule", "el Banco de Nápoles".
El Nápoles, quebrado y adquirido en liquidación judicial por el magnate cinematográfico Aurelio de Laurentiis ("vamos a demostrar que el Norte no es mejor que el Sur", dijo), malvive hoy en la mitad de la tabla del grupo B de la Tercera División, con la amargura añadida de asistir a un renacimiento del fútbol sureño: Lecce, Palermo, Messina, Cagliari y Reggina, cinco clubes terroni en Primera, lo nunca visto en el calcio.
Los gestos, sin embargo, siguen siendo grandiosos. Al partido de presentación en el estadio San Paolo, 50.000 personas acudieron para decir que estaban ahí pese a todo. De Laurentiis les correspondió a la napolitana. ¿Que ninguna televisión quería emitir en directo los encuentros de un club de Tercera? Vale. El productor de cine compró de una tacada los derechos de todos los clubes de Segunda, que sí se emiten, y con el paquete en la mano se fue a negociar con Sky, la televisión del magnate de los medios Rupert Murdoch. Desde el próximo miércoles, el Nápoles volverá a las pantallas.
Más allá del gesto, la realidad es cruda. El Nápoles venció ayer, por fin, su primer encuentro de la temporada, un 1-2 agónico en el campo del Lanciano, abarrotado: más de 6.000 espectadores, un máximo histórico.

domingo, octubre 03, 2004

EL DEMONIO DEL MEDIODÍA por Javier Marías (Eurocopa 2000)

Con Holanda como sola excepción, la primera fase de la Eurocopa ha dejado en escena a un elenco descaradamente meridional: Italia, Francia, Portugal, España, Rumania, Yugoslavia y -por Mahoma- Turquía. Menos mal que ya nadie se acuerda -ni siquiera yo mismo apenas- de que hace mil años existía una competición llamada, si no me equivoco, la Copa Latina, porque quizá tendríamos la levemente frustrante sensación de haber desembocado de repente en ella y andarnos sólo por el Mediodía.Algo malo y algo bueno indica este predominio. Tras la derrota de Alemania por 0-3 ante Portugal, le puse un fax de pésame a Paul Ingendaay, corresponsal cultural en España del Frankfurter Allgemeine Zeitung. Más que su eliminación a las primeras de cambio -gajes del oficio o azar-, lo que me parecía merecedor de condolencias era el bagaje goleador de la Máquina Acorazada: un solitario tanto a favor en tres partidos delataba a un equipo apático y falto de codicia, o -aún más raro y aún peor- falto de insistencia. Es el síntoma más llamativo de la extraña inversión de papeles que se está produciendo en los Países Calurosos Bajos. Porque, ¿acaso no va también contra la tradición que Portugal golee sin despeinarse, cuando lo normal era verlo como si hubiese pasado por una peluquería de Jerry Lewis y sin meter bola en la red? ¿O que Dinamarca se largue sin dejar un mísero gol y con su portero haciendo aspavientos para disimular? ¿No es anómalo que en seguida tengamos a todos los nórdicos fuera, a los británicos fuera, fuera a los centroeuropeos, y fuera eslavos con la sureña excepción? ¿No resulta insólito que España, tras comenzar pusilánime como siempre, se sobreponga con heroicidad a base de trompicados goles útiles, en vez de los habituales y elegantes goles superfluos e inútiles, como aquel sexto de Kiko ante Bulgaria en el último Mundial? ¿No es absurdo que Holanda, en lugar de convencer y perder, venza y aburra como si sus jugadores del Barça aún sufrieran del mal vangálico? (No quiero alarmar a los culés, pero tiene pinta de enfermedad irreversible y crónica).
Para los aficionados con sentido de la historia no es grato del todo tener por delante siete encuentros vitales sin Alemania ni Inglaterra en ellos, sin rusos ni checos ni húngaros ni polacos ni escoceses embriagados. El lado bueno del asunto es el momentáneo triunfo de los equipos disparatados, vehementes e improvisadores. Se lleva la palma Yugoslavia, a la que ya hay que agradecer que nos haya permitido contemplar trece goles en dos partidos demenciales, es decir, de los que invitan a regresar al estadio. Lo mismo puede aplicarse a Portugal, aunque su engañosa serenidad lo haga parecer más sensato y organizado. Rumania y Turquía llevan lo descabellado en sus botas. Si las selecciones caóticas y desobedientes acaban ganando, y dado el mimetismo reinante de las fórmulas victoriosas, es posible que la próxima temporada nos encontremos el continente lleno de enfrentamientos imprevisibles y desaforados. Ojalá.
A Ingendaay le dije, para consolarlo, que no se perdiera el Yugoslavia-España del día siguiente, porque sería "histérico, y por tanto divertido". Y en efecto, España se ha apuntado a la corriente: un poco tarde, pero con entusiasmo y espectacularidad. Una vez que el ultimísimo golpe de dados le fue propicio, se la siente ahora como unos de esos caballos que vienen desde atrás a galope tendido (me perdone la comparación Savater) y se imponen, casi desbocados, en la recta final. Pero para seguir en la dinámica enloquecida y vistosa, es preciso que Camacho mantenga bajo los palos a Cañizares o a Molina, de los que no recuerdo una sola parada en lo que va de Eurocopa, en vez de optar por Casillas, el único de los tres que no se limita a interceptar centros y recoger cesiones, sino que además evita goles. De ese modo nos aseguraremos por lo menos un par de tantos en contra por partido. También debe mantener a Salgado, que garantiza alguno en contra y alguno de billar sucio a favor.
Debe evitar a toda costa a los tibios Aranzábal y Fran, y quizá a Hierro, en exceso aseado y aplomado para la pertinente histeria colectiva. Conviene que no falten nunca Raúl, Alfonso, Mendieta y Sergi, porque pierden tantos balones como recuperan, obsequian tantos regates atolondrados como exquisitos, se pegan tantas carreras innecesarias como eficaces por huracanadas. Y, por supuesto, jamás debe faltar Guardiola. No porque comparta con los anteriores la hiperactividad y la aceleración insensata o sensata (él es sensato siempre), sino porque, como también a esos cuatro, le gusta jugar al fútbol. Se ve que lo pasa en grande, eso se nota. Esta sensación, por absurdo que en principio parezca, no la transmiten muchos jugadores hoy día. Casi ningún italiano, casi ningún francés (Zidane hastiado de la Juventus), sólo Figo en Portugal (es cosa distinta de ser buen futbolista: lo son Del Piero, Rui Costa, Mijatovic), sólo el viejo Hagi en Rumania; y ningún yugoslavo, ningún alemán, ningún nórdico, sólo Owen en Inglaterra, probablemente por su juventud.
Guardiola ya no es muy joven, pero se le ve disfrutar enormemente, y quienes disfrutan no desean que los partidos terminen nunca; por eso son capaces de recoger malamente un balón en el centro del campo y, con el agua al cuello, aún sacarle placer al último pase del día, es decir, medirlo, bombear adecuadamente, tocar ese postrero y agónico balón con gozo. Lo que vino después ya lo hemos visto setecientas veces y lo que te rondaré morena, sobre todo ahora que por fin tenemos para la historia un golito más, famoso, que sí fue gol nuestro, no como los de Cardeñosa y Míchel contra Brasil (el uno fallado, el otro no concedido), ni como los de Arconada, Zubizarreta y Molina a favor de Francia, Nigeria y Noruega respectivamente. Pero además: cuando acabó el tiempo con su 4-3 increíble y llegó el momento de los descontrolados gestos que tanto dicen sobre quienes los hacen, hubo dos que me llamaron en especial la atención. Mientras sus compañeros se revolcaban sobre la hierba, Iván Helguera, muy educado y sobrio -pasó algún tiempo en Italia-, estrechaba ceremoniosamente las manos del medroso árbitro y sus auxiliares. Guardiola, por su parte, era el que con mayor emoción se abrazaba a todos, en particular con Raúl y Hierro, eternos rivales. Además de ser un extraordinario futbolista que incluso en un mal día debe estar en el campo, además de disfrutar con su oficio, parece un tipo de lo más cariñoso. Ésos siempre caen bien y no hay que herirlos. Hay que cuidarlos.